Entonces les soltó a Barrabás; y a Jesús, después de haberle hecho azotar, se lo entregó para que fuera crucificado.
Entonces los soldados del procurador llevaron a Jesús al pretorio y reunieron en torno a él a toda la cohorte. Le desnudaron, le pusieron una túnica roja y, trenzando una corona de espinas, se la pusieron en la cabeza, y en su mano derecha una caña; se arrodillaban ante él y se burlaban diciendo: Salve, Rey de los Judíos. Le escupían, le quitaron la caña y le golpeaban en la cabeza.
Después de reírse de él, le despojaron de la túnica,
le pusieron sus vestidos y le llevaron a crucificar.
Mt 27,26-30
Reflexión
El Siervo de Dios[1] fue entregado, pues, a los soldados para ser flagelado. Lo desnudaron y lo ataron a una columna por las muñecas, de tal manera que quedara con la espalda encorvada. Entre los romanos no se aplicaba al reo un número determinado de azotes; sí, en cambio, entre los judíos. Como el flagelado estaba destinado, por lo general, a la pena capital y, por lo mismo, se le consideraba como un ser carente de derechos, un trapo humano, normalmente la soldadesca se ensañaba con él hasta reducirlo a una piltrafa.
Cuando los verdugos acabaron con el suplicio de la flagelación de Jesús y se disponían a cubrirlo con sus vestiduras, convocaron a otros soldados, y todos juntos hicieron en torno al Pobre de Dios una ronda bullanguera y jocosa, sometiéndole a la más grotesca de las parodias. ¿No se había declarado a sí mismo Rey de Israel? ¡Pues jugarían con él a "ser" rey! Buscaron una clámide, uno de aquellos mantos rojos que vestían los vencedores en los desfiles de la victoria, y se lo colocaron sobre los hombros. Tejieron una corona de espinas, colocándosela sobre la cabeza a modo de diadema real, y le pusieron entre las manos una caña, como si se tratara de un cetro de mando. Se paseaban burlescamente delante de él, como en una ceremonia de homenaje imperial, inclinándose ceremoniosamente y saludándole como rey de los judíos. Algunos le escupían, y no faltó quien le arrebatara la caña que sostenía con sus manos y le golpeara sobre la corona de espinas...
En medio de tan salvaje parodia resplandecía la majestad verdaderamente real del Pobre de Dios, hecha de dignidad y silencio. Si la soldadesca hubiera tenido alguna capacidad de observación, habrían podido comprobar que, efectivamente, estaban ante un verdadero rey. No podíamos creer el contraste que veíamos: estaba tan desfigurado que ni parecía hombre ni tenía apariencia humana; pero, al mismo tiempo, los reyes quedaron mudos al observar la magnífica serenidad de su rostro. Lo tuvimos por azotado, herido de Dios y humillado; pero él, como oveja que ante los que la trasquilan permanece muda, tampoco abrió la boca (Is 53).
Pilatos, desesperadamente empeñado en librarlo de la pena capital, después de meditarlo largamente, decidió apelar a un recurso extremo, con el fin de impresionar a las autoridades del pueblo y vencer su terca obstinación. Salió del pretorio y dijo a la muchedumbre: "Escuchadme, os voy a presentar de nuevo al acusado, para que os convenzáis de que no hay en él culpa alguna".
Y al instante apareció Jesús "llevando la corona de espinas y el manto de púrpura" (Jn 19,5), con todo su cuerpo cubierto de sangre, maltrecho por los azotes, temblorosas las piernas, de tal manera que apenas podía mantenerse en pie. Señalando a Jesús, el Procurador se dirigió a la multitud, diciendo: "¡Aquí tenéis al hombre!" El Magistrado calculaba que, si alguna gota de compasión quedaba realmente en los pozos interiores de los acusadores de Jesús, aquella mañana, como por arte de magia, estallaría en un diluvio de lástima y piedad. Pero ¡qué esperanza!: aquella multitud no era una masa humana, sino una jauría de hienas sedientas de sangre. En cuanto vieron aquel guiñapo destrozado y sangrante, los chacales rugieron clamando: "¡Crucifícalo, crucifícalo!"
[1] El Pobre de Nazaret - Capítulo VIII: CONSUMACIÓN
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