Jesús respondió: Mi reino no es de este mundo; si mi reino fuera de este mundo, mis servidores lucharían para que no fuera entregado a los judíos. Pilato le dijo: ¿Luego tú eres Rey? Jesús contestó: Tú lo dices: yo soy Rey. Para esto he nacido y para esto he venido al mundo, para dar testimonio de la verdad. Todo el que es de la verdad escucha mi voz. Pilato le dijo: ¿Qué es la verdad? (...) Era la Parasceve de la Pascua, hacia la hora sexta, y dijo a los judíos: He ahí a vuestro Rey. Pero ellos gritaron: Fuera, fuera, crucifícalo. Pilato les dijo: ¿A vuestro Rey voy a crucificar? Los pontífices respondieron: No tenemos más rey que el César. Entonces se lo entregó para que fuera crucificado.
Jn 18, 36-38. 19, 14-16.
Reflexión
Proceso civil[1].
Pilatos sintió que un ave de presa hundía las garras en su cráneo. Tal fue su desesperación. Perdió la compostura de un magistrado romano y comenzó a gritarles: "Llevároslo y crucificadlo". ¿Qué Dios es ése —continuó— que puso en vuestro pecho tan duro pedrusco en lugar de corazón? ¿En qué cuna fría y desolada fuisteis criados? Esta mañana la compasión, con las alas rotas, se arrastra por el suelo. Hagan con él lo que quieran, porque yo no encuentro en él falta alguna.
Ellos replicaron: "Nosotros tenemos una ley, y según esta ley debe morir, porque se tiene por Hijo de Dios" (Jn 19,7).
"Cuando Pilatos oyó estas palabras se atemorizó aún más"(Jn 19,8).
Hacía cuatro horas, cuando el Magistrado había visto por primera vez al Hombre de Nazaret, tuvo de pronto la sensación de encontrarse ante un pobre hombre o, a lo sumo, ante un místico carbonizado por las llamas divinas. Poco a poco, sin embargo, fue descubriendo en el rostro del reo una sombra azul. Desde las puertas de la aurora le fue ascendiendo a Pilatos un suspenso en relación con Jesús, como ese vértigo que acompaña a los anhelos desconocidos. Con sus propios ojos fue comprobando de qué manera el Pobre de Nazaret, con sus sufrimientos, había ido tejiendo una túnica de púrpura y cómo, en medio de la tempestad, el Pobre brillaba como un sereno atardecer. Y cuanto más rugía la tempestad, más hondo era su silencio. La estatura del Nazareno fue elevándose a los ojos de Pilatos, a medida que transcurrían las horas, por encima de las normalidades humanas. A partir del aviso de su esposa y del resquebrajamiento de la torre de su escepticismo, vislumbres de mundos divinos, imprecisos y distantes, habían cruzado su mente. ¿Quién era este hombre? Pero ¿era tan sólo un hombre?
Al escuchar ahora que se declaraba Hijo de Dios, desde la profundidad de sus mares interiores le fue ascendiendo a Pilatos una... (¿cómo definirla?) ¿aprensión?, ¿sospecha?, de que este hombre era algo más que un hombre. Y no pudo quedarse tranquilo. Movido por no se sabe qué resortes misteriosos, entró rápidamente en el pretorio, se enfrentó cara a cara con el Nazareno y, mirándole a los ojos, le dijo: —A lo largo de estas horas te he observado detenidamente; he descubierto en tu mirada mares lejanos y mundos ignotos. Sácame de esta ansiedad que me embarga: ¿De dónde vienes, quién eres tú?
Una vez más, el Pobre se envolvió en el manto de un irreductible silencio. Desconcertado, Pilatos, que esperaba algún nuevo argumento para contraatacar a los acusadores, le dijo: —Tu vida y tu muerte están en mis manos. ¿No te das cuenta de que puedo enviarte a la cruz o dejarte libre?
—El hombre —respondió el Pobre— es un horizonte distante y vacío de todo, excepto de soledad. Sólo aquel que creó este mundo admirable y misterioso, sólo aquel que dirige la trayectoria de los astros posee las llaves de la vida y de la muerte. En mis manos están tu presente y tu futuro. Tu poder no es más que un destello fugaz, que se te ha concedido desde arriba por un instante. Los que me han puesto en tus manos, ellos son los que están sumergidos en el seno oscuro de la culpa. Son ellos, entre todos los hombres, los que viendo no ven y se dedican a pisotear las uvas.
[1] El Pobre de Nazaret - Capítulo VIII: CONSUMACIÓN
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