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Foto del escritorTOV-Costa Rica

Un hombre en el desierto



En el año decimoquinto del imperio de Tiberio César hizo su aparición en los bordes del río Jordán una figura extraña y arrebatadora, un profeta cuyo nombre era Juan, hijo de Zacarías, nacido, según la tradición, en Ain Karin, cerca de Jerusalén. 

Es difícil para nosotros sentir a flor de piel la atmósfera que se respiraba en Israel por aquellos años. Por demasiado tiempo el pueblo había soportado sobre su cerviz el yugo extranjero: primero fueron los asirios, luego los babilonios, más tarde los griegos y, finalmente, los romanos; en total, más de quinientos años de dominación extranjera, salvo breves lapsos de tiempo. 

Una inquietud irreprimible se agitaba en las raíces del pueblo como una oscura amenaza. Desde todos los rincones del país subía al cielo el clamor y la urgencia por el Mesías, o, al menos, por un conductor del espíritu que devolviera a la nación el honor y la soberanía conculcados por los pies extranjeros. El pueblo, cansado de tanto sufrir, fluctuaba entre la desolación y la esperanza. Y fue en esta atmósfera donde comenzó a difundirse por las comarcas de Israel el rumor de que, en las riberas del Jordán, había aparecido un hombre que, según se decía, llevaba en su frente el sello de Dios. 

El rumor sacudió con particular intensidad las fibras de la región más alejada y marginada: Galilea. Aquí se estaban incubando los gérmenes de la rebeldía y de aquí habrían de surgir la mayoría de las insurrecciones. Otra cosa era Jerusalén: los miembros del Sanedrín eran aceptados y confirmados en sus cargos por la autoridad romana, que les concedió siempre un grado bastante amplio de autonomía en sus funciones. De igual modo, los fariseos y la aristocracia sacerdotal estaban, por lo general, satisfechos con la política de los dominadores, que respetaban sus cargos y les permitían medrar en sus intereses económicos. En líneas generales, se podría afirmar que el estamento clerical de Jerusalén no se sintió mayormente afectado ni herido en sus intereses y aspiraciones, y no tenían quejas especiales contra los dominadores. Por todo ello, bien podríamos considerar a los hombres de la jerarquía clerical, al menos en cierto modo y medida, como colaboracionistas de los opresores romanos. El peligro, pues, no amenazaba desde fuera; el gusano corruptor roía desde adentro el alma de la nación. 

La insatisfacción, la impaciencia, el rencor y la conspiración se gestaban aceleradamente en las entrañas de Galilea. Eran ellos, los galileos, quienes, impotentes y exasperados, habían visto levantarse ante sus propios ojos santuarios paganos en Julia, Tiberías y Cesárea, y por todas partes se respiraban corruptores aires paganos. En esta situación, el eco de la voz selvática del profeta del desierto, con su estilo áspero y sus ritos de purificación, despertó, estremeció y puso en movimiento los sueños soterrados del alma popular, sobre todo del campesinado y de las clases humildes. Como no podía ser menos, los ecos rebotaron también en las colinas de Nazaret. 

Por entonces, Jesús tendría unos treinta años (Lc 3,23). Los rumores sobre el estilo y las denuncias proféticas del hombre del desierto, gradualmente insistentes, llegaron, por fin, a oídos de Jesús. Los rumores hablaban de "Reino de Dios", "penitencia", "conversión", así como de un rito especial de purificación, llamado bautismo. Estas palabras fueron para Jesús como cargas de profundidad que, sin saber cómo ni por qué, estremecieron sus mundos interiores, levantando altas olas en sus playas. ¿Por qué? ¿Se trataba de una confirmación de sus intuiciones? ¿Había comenzado a experimentar Jesús como una seducción mágica por el hombre del desierto, que, al parecer, sintonizaba con sus propios sueños e ideales? Los evangelistas no nos dicen expresamente si Jesús, en el momento en que hace abandono de su hogar, tenía o no una conciencia explícita de la misión que le aguardaba. Pero es razonable deducir que, a partir del hecho de haberse alejado del hogar y haberse cobijado a la sombra del Bautizador, el Pobre de Nazaret debió percibir en la voz del profeta del desierto más de una misteriosa apelación a sus propios sentimientos e intuiciones, gestados en sus años de juventud, y acaso también a algún esbozo de evangelización que por esa época bien podría tener bosquejado.  

P. Ignacio Larrañaga - El Pobre de Nazaret 


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