Lectura del santo evangelio según san Mateo 17, 1-9
En aquel tiempo, Jesús tomó consigo a Pedro, a Santiago y a su hermano Juan, y subió con ellos aparte a un monte alto. Se transfiguró delante de ellos, y su rostro resplandecía como el sol, y sus vestidos se volvieron blancos como la luz. De repente se les aparecieron Moisés y Elías conversando con él. Pedro, entonces, tomó la palabra y dijo a Jesús: «Señor, ¡qué bueno es que estemos aquí! Si quieres, haré tres tiendas: una para ti, otra para Moisés y otra para Elías». Todavía estaba hablando cuando una nube luminosa los cubrió con su sombra y una voz desde la nube decía: «Este es mi Hijo, el amado, en quien me complazco. Escuchadlo». Al oírlo, los discípulos cayeron de bruces, llenos de espanto. Jesús se acercó y, tocándolos, les dijo: «Levantaos, no temáis». Al alzar los ojos, no vieron a nadie más que a Jesús, solo. Cuando bajaban del monte, Jesús les mandó: «No contéis a nadie la visión hasta que el Hijo del hombre resucite de entre los muertos».
Comentario del Patrimonio TOV
| Muéstrame tu rostro | Capítulo IV: Adorar y contemplar | 2. Encuentro profundo | Transfiguración |
Transfiguración
El encuentro profundo y contemplador es eminentemente transformante. Voy a tratar de explicarlo con cierta amplitud. En resumen, diré que Dios asume y consuma el «yo». Y, sin más, el hombre entra en el torrente del amor. Es una loca quimera, una vibración inútil que persigue y obsesiona. Ese es el «yo». Es una ficción, una pesadilla, una abstracción. Dios, al visitar el alma, no hace sino despertar de esa ficción e instalarla en el piso firme de la sabiduría, de la objetividad y la paz.
¿Qué sucede? El Padre sacia enteramente al hombre con su Amor Envolvente. Con esto, el hijo encuentra que todo lo que apreciaba hasta ahora es artificial, que son vanas aquellas ilusiones con las que adornaba el «yo». Con su presencia, pues, el Padre purifica al hijo, lo despoja y libera, destruye sus castillos en el aire, quema sus muñecos de paja y, como resto, emerge la verdadera realidad, en su pureza desnuda. Hemos entrado en el recinto de la sabiduría. ¿¡Quién eres tú y quién soy yo!? Tú eres mi Todo, yo soy tu nada. En mi nada, sin embargo, como hijo amado, lo tengo todo en tu amor gratuito. Ante el resplandor del rostro, la figura del «yo» se reduce a la nada, como las estrellas se apagan ante el brillo del sol.
Cuando aquí hablamos del «yo», nunca se trata de la realidad personal, menos todavía de la identidad personal. La raíz de todas las desgracias es ésta: el hombre proyecta ante sí mismo y para sí mismo la imagen de su realidad personal. Ella, sin embargo, es la sombra de la realidad. Esta efigie se le transforma al hombre, a lo largo de su vida, en objeto de su adhesión y devoción. Las ansias de que me quieran, de ser el primero van vigorizando esa imagen («yo»). ¡Interesante!: los deseos engendran la imagen (igual que el aceite nutre el fuego) y la imagen engendra los deseos. Más todavía: el deseo de ser «adorado» engendra el temor de no ser adorado. La mitad de la vida se desvive mucha gente luchando para erigir una estatua, y la otra mitad vive sufriendo por el temor de que se le caiga la estatua.
Apoyado en una filosofía y una psicología, el mundo occidental ha establecido una poderosa afirmación del «yo» con alto sentido competitivo, organizando un verdadero culto al «yo». Lo que importa es la imagen.
La instalación del «yo» en el centro de mi mundo personal y del mundo universal ha levantado murallas de defensa y separación en torno mío. Si es mío, lo amarro a mi persona con una cadena. Se llama apropiación. Ahora, toda apropiación engendra diferencia, y así nace la gran ley de la oposición: lo que es «yo» (o mío) por una parte, y lo que no es «yo», por otra parte: dos mundos, si no antitéticos, por lo menos opuestos (no necesariamente contrapuestos): adhesión a lo uno y desinterés por lo otro.
* * *
Una fuerte experiencia de Dios parte por el medio el núcleo central del «yo». La Presencia Envolvente envuelve y asume al «yo», mejor, desvanece la adherencia a una imagen. Al quedar asumido el hijo por el Padre, el «yo» de aquél deja de ser el centro. Con esto, el hijo suelta todas las apropiaciones y adherencias, y queda libre. Y partiendo de la objetividad, comienza la transformación. No podíamos respirar por la angustia. No podíamos ver objetivamente por las alucinaciones enfermas. Llega Dios, arranca las máscaras, desnuda al «yo» de los ropajes artificiales y, de repente, el hijo se siente puro, libre, vacío, transparente, respirando en paz, viendo todo con claridad.
La conciencia adhesiva al «yo» es completamente atraída por el otro, como sacada de su quicio por la fuerza de la admiración y de la gratitud, y así se extrapola el centro de convergencia. Como efecto de esto, la atención y la intención, libres ya de amarras, son irresistiblemente arrastradas por un nuevo Centro de Gravedad.
Por este camino se establece una nueva situación: es anulada la diferencia entre el «yo» y lo otro (los otros) y nace el amor. Dios acaba por ser el Gran Indiferenciado (Amor), el que derriba las murallas de las diferencias y hace que el otro (y lo otro) sea para mí, por lo menos, tan importante como yo. Nació el amor.
* * *
Voy a redondear estos conceptos. Al ser arropado por el Padre y quedar pobre, el hijo amado, repito, lo suelta todo. De manera sincera, espontánea y total, el hijo se abandona a sí mismo y todas sus cosas, queda libre de adherencias y ataduras e instalado en una paz inalterable que no es afectada por el vaivén de lo que sucede en su entorno. Desaparece la oposición entre el tú y el yo, haciendo que todos sean uno. El amor toma carne y figura. Ya no se abstracción sino concretez.
La Presencia Amante despierta, inspira y transforma todas las potencialidades del hijo así como sus relaciones con sus hermanos, y el hijo, purificado por el despojo, comienza a experimentar el amor (emanado del Amor) con plena profundidad y luminosidad. De esta manera, la vida del hijo, que ha sido «visitado», entra en un proceso irreversible de transparencia, adquiriendo un nuevo sentido y una nueva fuerza.
Y la pobreza toma de la mano al hijo y lo conduce a la pureza. Las cosas, el mundo, los hermanos comienzan a estar puros para el hijo: ya no están enturbiados con mi visión, perturbada por los intereses y las apropiaciones; comienzan —las cosas— a ser ellas mismas en la pureza original en las que Dios las soñó y creó, envueltas, también ellas, en la sabiduría y el amor.
Y el hombre liberado queda también puro (sabio) para sí mismo. El Amor Envolvente arrastró consigo, como un torrente, los delirios, las locuras, las preocupaciones artificiales y pasiones inútiles que le enturbian la mirada y no le permitían ver el fondo de su realidad: todo se lo llevó el torrente y lo sepultó en el mar. Todo quedó puro y transparente. De esta manera, ahora se le hace patente al hijo su propia realidad y la acepta con paz. Con esto desaparece para siempre la agonía mental, que llaman angustia. Amane- ció la paz.
El hijo se mueve y combate en el mundo pero su morada está en la paz. Naturalmente, como todos los humanos, él desarrolla un amplio periplo de actividades pero su alma está definitivamente instalada en un fondo inmutable que da seguridad a su porvenir.
Todo esto no se consigue de un salto. Todo, en la vida, es lento y evolutivo y hay que aceptar esta lentitud. Una extraordinaria gratuidad infusa produce estos efectos de forma casi instantánea. Pero eso no es lo normal. Hay pasos, no saltos. No obstante, el hombre que tiene oración profunda y contemplativa irá caminando paso a paso pero indefectiblemente hacia la transfiguración descrita.
Oración
| Encuentro 46 |
Transfiguración
Señor, una vez más estamos juntos.
Juntos estamos Tú y yo, Tú y mis hermanos.
Tu vida ha penetrado en mi vida.
Mi historia es tan banal, tan vacía, tan mediocre.
Y ni siquiera tengo historia.
A veces, hasta me pregunto si mi vida tiene sentido.
¡Tanto vacío, tanta complicación, tanta infidelidad!
Pero cuando estoy contigo es como si el entusiasmo,
el ánimo, renacieran, revivieran.
Y hoy he visto con mis hermanos,
con Pedro, Santiago y Juan,
tu semblante transfigurado, iluminado, resplandeciente.
Tú, Señor Jesús,
Tú eres el Dios de toda luz.
Tú el Dios de toda claridad y belleza.
Es bueno estar a tu lado, es bueno convivir contigo.
Pero, mejor aún, Señor.
mejor aún es tener la certeza de que estás conmigo en la vida,
por tu gracia, por tu amor.
Es bueno estar seguro de que también mi rostro
ha de ser un rostro transfigurado,
iluminado, resplandeciente,
en la medida en que Tú me vas transformando.
Libremente, alegremente,
jubilosamente te suplico,
que yo me vaya identificando cada vez más contigo,
hasta el punto de poder decir con los apóstoles:
“¡Qué bien estamos aquí, Señor!”.
Música
| Cantoral del tallerista 45 | Cantoral del Guía 62 |
SEÑOR, BUSCAMOS TU ROSTRO
Señor, buscamos tu rostro,
en la noche de nuestra fe.
Señor, muéstranos tus estrellas aquí,
en todos los ojos sin luz.
Señor, buscamos tu rostro,
en cada ausencia de Ti;
Señor, grítanos tu presencia allí,
donde se oculta el amor.
Señor, buscamos tu rostro,
estamos sedientos de Ti;
vivir o morir, ya no importa, Señor,
si estamos unidos a Ti.
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