Cantaré al Señor mientras viva,
tocaré para mi Dios mientras exista:
que le sea agradable mi poema,
y yo me alegraré con el Señor.
(Sal. 104,33)
Definitivamente, el misterio siempre está dentro.
«¡Qué es el hombre!»
Los elementos que acabamos de estudiar, el asombro, la interioridad y la comunión cósmica, brillan con luces propias en el salmo 8, donde el salmista realiza el mismo itinerario que en el salmo 104, a saber: salta desde muy adentro de sí mismo, en un arranque de admiración («Señor, dueño nuestro, ¡qué admirable es tu nombre en toda la tierra!»). Recorre como un meteoro los cielos y la tierra, y regresa al mismo punto de despegue,
clausurando el glorioso periplo con la misma estrofa, henchido de gratitud y admiración: «Señor, dueño nuestro...»
El pequeño salmo, más que una descripción es una contemplación de lo creado y lo increado, en la que el salmista, con el corazón dilatado, distingue y señala un escalón jerárquico: Dios es el Rey, cuya «majestad se alza por encima de los cielos»; el hombre, un pequeño rey sobre el trono de la creación; la criatura, destinada a cantar la gloria de Dios y servir al hombre.
De entrada, el salmista siente prisa por poner fuera de combate a los ciegos y sordos que niegan la luz del día, los adversarios de Dios. Les dice, poniéndolos en ridículo, que la majestad y el poder divinos están tan a la vista, son tan patentes y evidentes que, hasta los niños de pecho, que sólo saben mamar, lo pueden atestiguar.
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