Van pasando los años. Todo sigue igual. Todos los días me levanto y comienzo a buscar el rostro del Señor. A veces siento cansancio de tanto buscar y no encontrar nada. Pregunto, y nadie responde.
Todavía soy joven. Llevo un corazón solitario y virgen. Dios es su habitante. A veces, sin embargo, siento que nadie lo habita. He pasado la noche entera ante el Santísimo. Al amanecer sentía sueño y decepción. Sólo yo he hablado. Dios ha sido «el que siempre calla». Se me van los años. En mi alma se suceden los días claros y los días nublados.
Por primera vez he sentido la mordedura de unas preguntas que, como un ejército en orden de batalla, han asaltado mi pobre alma. ¿No habré sido víctima de una alucinación? Esta aventura en la que estoy metido y comprometido, ¿no será una desventura? Se vive una sola vez, y el proyecto de mi vida que elegí para esta sola vez, ¿no será una «pasión inútil»? Estas preguntas se las he hecho al Señor con lágrimas. Pero tampoco he obtenido respuesta.
Se me fue para siempre la juventud. Con frecuencia me invade la depresión, algo así como el tedio de la vida. Se fueron para siempre los arrestos juveniles y comienzan a llegar los signos de decadencia. Muchas veces siento una extraña sensación: para no desfallecer intento agarrarme a Dios, pero tengo la impresión de palpar una sombra. Hoy he podido distinguir claramente el Rostro del Señor.
En estas oportunidades siento que me nacen alas y unas ganas enormes de volar tan alto como las águilas. Me siento como un saco de arena, tan cansado de luchar contra la obstinada oscuridad de la fe. Dije: si esta noche me visitara el Señor pata darme un poco de consuelo y fuerza... Pero esta noche tampoco bajó el Señor. Sin embargo, al amanecer, me he abandonado en sus manos, y he sentido una extraña alegría, profunda como nunca.
Han pasado muchos años. Estoy en el ocaso de la vida. No he tenido hijos. Mi sangre no se perpetuará en otras venas. ¿Me habré equivocado? ¿Habrá sido todo estéril? No. «Sé muy bien de quién me he fiado, y a quién he confiado la custodia del tesoro de mi vida, y estoy seguro de que no quedaré defraudado en el día final» (2 Tim 1,12). «Con estos mismos ojos habré de ver a mi Salvador» (Job 19,26).
Muéstrame tu rostro
II. Cómo si viera al invisible.
3. El silencio de Dios: Vaivén de la duda.
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