Llegó el otoño con sus frutos dorados, y se fue. Llegó el invierno con sus escarchas y heladas. El Pobre de Asís permaneció en la ermita del bosque en los duros meses. Se sintió libre y feliz.
El camino recorrido había durado tres años y había resultado hermoso y libertador. Había sido también sumamente doloroso, mucho más de lo que parecía. El Señor fue conduciéndole paso a paso y preparándolo esmeradamente para el alto destino al que estaba predestinado. A estas alturas, el Hermano era una tierra roturada, oxigenada y purificada. Todo estaba preparado.
Vivía al día. En los primeros planos de su conciencia, ninguna preocupación ensombrecía su cielo despejado. El ser humano, sin embargo, está constituido de muchos planos yuxtapuestos. Y allá, en los niveles profundos adonde no llega la luz de la conciencia, el Hermano esperaba algo pero no sabía qué. Presentía rumbos inesperados. Estaba tranquilo pero vivía al acecho.
Mas la revelación, por muy esperada que fuera, surgió inesperadamente .
Un día el Hermano llegó hasta el monasterio benedictino del Subasio. Dijo a los monjes que la ermita estaba ya restaurada y que sería conveniente hacer una celebración eucarística para instaurar de nuevo el culto divino. Convinieron en que, al día siguiente, iría un sacerdote.
Era el 24 de febrero, festividad de San Matías. La noche había sido muy fría. El Hermano pasó muchas horas con el Señor para ahuyentar el frío. Se levantó temprano al clarear el día más señalado, posiblemente, de su vida. Con suma devoción y prolijidad preparó lo necesario para la misa. Convocó a los campesinos de los alrededores, y todos juntos esperaron al sacerdote.
Comenzó la misa y el Hermano ayudaba con gran piedad. Cada oración, cada lectura las acogía cuidadosamente en el cofre de su corazón. Llegó el momento del Evangelio y todos se pusieron de pie.
Decía así:
—Vayan y predique por todo el mundo. No lleven dinero alguno en sus bolsillos. Tampoco lleven bolsa con provisiones. Les basta una sola camisa. No necesitan zapatos ni bastón. Vivan del trabajo de sus manos. Al llegar a un poblado pregunten por una familia honorable y alójense allí. Siempre que entren en una casa, digan: Paz en esta casa. Sean ingenuos como palomas y perspicaces como serpientes.
Un relámpago ante sus ojos no hubiera producido tanto efecto como estas palabras. El Hermano parecía funcionar en alto voltaje. Quedó impresionadísimo. Tuvo la sensación de que se le paralizaba la sangre en sus arterias. Parecía como si las palabras muertas, oídas tantas veces; de improviso recuperaran vida y resucitaran muertos.
Parecía que durante tres años llevaba ante sus ojos una cortina oscura. De repente, el Evangelio descorrió la cortina y apareció ante sus ojos un horizonte interminable, lleno de claridad. Parecía que el sacerdote benedictino se había esfumado y era Jesús mismo el que pronunciaba las palabras.
Siguió la misa. El Hermano estaba profundamente conmovido. Terminada la misa, los aldeanos se fueron hacia sus casas. Con mucha delicadeza, como de costumbre, el Hermano se aproximó al sacerdote para decirle: Ministro del Señor, las palabras del Evangelio me han llegado hasta el alma. Desearía escucharlas de nuevo y, si fuera posible, recibir de su señoría alguna explicación pertinente.
Tomaron el libro de misa. Salieron fuera de la ermita. Se sentaron en sendas piedras al calor del sol. De nuevo el sacerdote le leyó el Evangelio. A cada versículo le hacía algún comentario. Luego, un comentario general al contexto. El Hermano le hizo algunas preguntas. El sacerdote dio las respuestas. Por un momento los dos quedaron en silencio.
De pronto, Francisco se puso de pie. Parecía ebrio. En sus ojos había brillo y su estatura diríase que era mucho más alta. Levantó sus brazos, que semejaban dos tensas llamas, y con voz conmovida exclamó:
—Palpando sombras, buscaba y buscaba ardientemente desde hace tiempo la voluntad de Dios, y por fin la encontré. ¡Gloria al Señor! El horizonte está abierto; la ruta, trazada. Es obra de mi Señor Jesucristo. Recorreré este camino evangélico aunque haya espinas entre flores hasta tocar el extremo del mundo, y en este camino se apagará mi cirio.
Regresaron a la ermita. Tomó el bordón de caminante y lo arrojó lejos.
—¿Qué más manda mi Señor Jesucristo? -se preguntó.
Y, sin responderse, se quitó los zapatos y los tiró lejos sobre un matorral. Se soltó la hebilla del cinturón y lo disparó con fuerza como una serpiente voladora. Se despojó de la túnica de ermitaño y la echó debajo de un arbusto.
—¿Qué más manda mi Señor Jesucristo? -se preguntó de nuevo alegremente.
Tomó un rudo saco. Lo cortó y lo confeccionó en forma de cruz con capuchón, a semejanza del vestido de los pastores del Subasio. Se ciñó una vulgar cuerda y, santiguándose, salió al mundo.
Ignacio Larrañaga - El hermano de Asís
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