—Hermano León, abre el misal al azar y lee las primeras palabras que vean tus ojos.
Las palabras eran éstas: "He aquí que subimos a Jerusalén y el Hijo del Hombre será apresado, torturado y crucificado; pero al tercer día resucitará".
Por segunda y tercera vez mandó Francisco a fray León hacer lo mismo, y siempre salieron palabras referentes a la Pasión del Señor.
Francisco extendió las alas, recogió todas sus pasiones por su Amor Crucificado, reunió las palpitaciones de sus veinte últimos años y, durante varias semanas, día y noche, permaneció sumergido en los abismos del dolor y amor del Crucificado.
Su sensibilidad, vivísima por naturaleza, fue potenciada hasta superar los normales parámetros humanos. En estas semanas, dejó paso libre a un deseo vehementísimo: el deseo de sentir en sí mismo el dolor y el amor que Jesús sintió cuando estaba en la Cruz.
Como quien con un potente telescopio se abre al infinito mundo sideral, o como quien tomando una escafandra se sumerge en las profundidades del mar, el Hermano, con las facultades recogidas, en quietud y fe, se asomó con reverencia a las intimidades del Crucificado y "se quedó" ahí durante muchos días y muchas noches. "Presenció" cosas que están cerradas a la curiosidad humana. Quieto, inmóvil, el Hermano se dejó impregnar de los "sentimientos" de Jesús y participó de la experiencia profunda del Crucificado. Descendió hasta los manantiales primitivos de Jesús Crucificado allá donde nacen los impulsos, las decisiones y la vida, allá donde se funden el amor y el dolor, borrándose sus fronteras correspondientes. En suma, vivió Francisco la temperatura interior de Jesús.
El amor y el dolor son una misma cosa.
—Mi Jesús —dijo Francisco, sufriste por mí porque me amaste y me amaste porque sufriste por mí. Me amaste gratuitamente. Tu amor no tenía ninguna utilidad, ninguna finalidad. No sufriste para redimirme sino para amarme y por amarme. No tienes más razones sino las del amor; la razón de la sinrazón del amor se llama gratuidad. Me llevaste por los tiempos eternos como un sueño dorado. Pero, llegada la "Hora", todos los sueños se desvanecieron y me amaste con la concreción de unos clavos negros y unas gotas rojas de sangre. Donde hay amor, no hay dolor. Me concebiste en el amor en una eternidad y me diste a luz en el dolor en una tarde oscura. Desde siempre y para siempre me amaste gratuitamente.
Francisco salió de la choza y comenzó a gritar desesperadamente:
"El Amor no es amado; el Amor no es amado".
Gritaba a las estrellas, y a los vientos, y a las soledades, y a las inmensidades, y a las rocas, y a las encinas, y a los halcones, y a los hombres que dormían más allá de las montañas.
El Hermano de Asís.
Capítulo VI: La última canción
La noche de la estigmatización
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