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Foto del escritorTOV-Costa Rica

JESÚS EN EL HUERTO DE GETSEMANÍ

Del Evangelio según San Lucas 22, 39-46

Salió [Jesús] y fue como de costumbre, al monte de los Olivos; le siguieron también los discípulos. Llegado al lugar, les dijo: Orad para no caer en tentación. Y se apartó de ellos como a un tiro de piedra y puesto de rodillas, oraba diciendo: Padre, si quieres, aparta de mí este cáliz; pero no se haga mi voluntad, sino la tuya. Y entrando en agonía oraba con más intensidad. Y le vino un sudor como de gotas de sangre que caían hasta el suelo. Cuando se levantó de la oración y llegó hasta los discípulos, los encontró adormilados por la tristeza. Y les dijo: ¿Por qué dormís? Levantaos y orad para no caer en tentación.


 Orad para no caer en tentación.
Orad para no caer en tentación.

Reflexión

La gran crisis y la alta fidelidad

Salieron del Cenáculo. Jerusalén estaba inundada por la luz de la luna, y en la noche subyugadora flotaba un intenso aroma de azahares. No parecía una noche de tragedia, sino de bodas. Fueron descendiendo silenciosamente, a la luz de la luna, hacia el barrio de Siloé, arrimados a los muros exteriores del templo.


Con un batir de alas, una lechuza lanzó un grito penetrante y desapareció en la oscuridad. Descendían lentamente por un sendero abrupto, entre cipreses y olivos, y las piedras rodaban a su paso por la pendiente. Una atmósfera espesa e inquietante oprimía el alma de los integrantes del grupo. Negros corceles galopaban por los páramos; la tragedia rodaba por lo alto como un carro arrastrado por los huracanes, mientras la luna cruzaba impávida el firmamento y los astros lejanos brillaban con un rojo escarlata. Así estaba el alma de los discípulos.


¿Quién podría asomarse a los barrancos del Pobre? Su espíritu fue descendiendo vertiginosamente hacia las profundidades de la soledad, de la tristeza y la agonía. Las parras estaban cargadas de racimos y los racimos cuajados de sangre. El viento esparcía por doquier cabellos grises sobre valles de ceniza, mientras los niños amontonaban estrellas y piedras. Era la noche de la Decisión. Un olivo retorcido por los años se erguía en el corazón de la noche en el huerto familiar. Ésta es la noche de la batalla y la victoria.


Después de atravesar el torrente Cedrón, entraron en el huerto de Getsemaní. Para entonces los discípulos ya estaban agobiados por la pesantez y la tristeza, y el Pobre completamente sumergido en la noche de la agonía.


Jesús los invitó a instalarse de la mejor manera posible para pasar la noche, "mientras yo voy a orar". —Estad alerta —les dijo—, no os durmáis. Mantened vuestras energías en alta tensión, en ardiente comunicación con el Eterno; de otra manera no podréis aguantar el asalto del tedio y la tristeza.


Pero sentía terror al pensar que debería enfrentar a solas la agonía y la noche. Necesitaba a alguien a su lado para la hora suprema. El Pobre era ahora un desconocido aun para sí mismo: estaba sumergido en las honduras espesas y saladas de una soledad sin límites, respiraba con dificultad y apenas podía mantenerse en pie.


Tomó, pues, consigo a los tres testigos de la transfiguración —Santiago, Pedro y Juan— para que fueran también testigos de otra transfiguración bien diferente. El Pobre sabía muy bien que, en la hora de la decisión, nadie está con nosotros, y que los tragos más amargos se beben a solas; pero, aun así, esperaba que la proximidad de aquellos tres confidentes le aportara algún alivio.


Acompañado por ellos, se internó, pues, en el Olivar; y en este corto trayecto estalló la crisis con toda su fiereza: era una catarata desbordada de pavor, tristeza y espanto, era la agonía: "comenzó a turbarse y a angustiarse". Los castillos y las montañas se hicieron humo. Los pensamientos, en cerradas filas, se batían en retirada, dejando el campo libre a las emociones incontrolables. El alma del Pobre estaba varada entre ruinas y piedras rotas.


Volviéndose hacia sus tres acompañantes, como un niño que pide auxilio, les abrió de golpe las compuertas de su intimidad; y desde ella brotaron a borbotones palabras pavorosas: "Mi alma está triste hasta el punto de morir; quedaos ahí y velad". Que era como decir: me muero de tristeza. Todas las aves heridas se vinieron al suelo, el vértigo había tocado el fondo del pozo, y, como un cañaveral tembloroso, combatido por los vientos, así estaba el alma del Pobre.


Con estos desahogos el Pobre no hacía sino mendigar consuelo, y sus tres confidentes lo habrían consolado, sin duda, lo mejor que pudieron. En realidad, el Pobre estaba en ese momento acosado por el empuje de dos olas: la necesidad de estar solo y el terror de estar a solas.


Y sabiendo que los alivios humanos no son más que pétalos de flor que apenas rozan la piel y que los misterios supremos del hombre se consuman en la soledad de uno mismo, el Pobre se alejó de ellos a la distancia de un tiro de piedra; absolutamente golpeado por la crisis y momentáneamente derrotado, temblando y con las rodillas vacilantes, caminó unos metros, hasta que, agotado y no pudiendo ya mantenerse en pie, "cayó sobre su rostro, orando..." Y entró en agonía, en un combate cara a cara con la muerte.


El Pobre de Nazaret - La. Gran crisis y la alta fidelidad.

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