Le seguía una gran multitud del pueblo y de mujeres, que lloraban y se lamentaban por él. Jesús, volviéndose a ellas, les dijo: Hijas de Jerusalén, no lloréis por mí, llorad más bien por vosotras y por vuestros hijos, porque he aquí que vienen días en que se dirá: dichosas las estériles y los vientres que no engendraron y los pechos que no amamantaron. Entonces comenzarán a decir a los montes: caed sobre nosotras; y a los collados: sepultadnos; porque si en el leño verde hacen esto, ¿qué se hará en el seco?
Lc 23, 27-31
Reflexión
El Pobre de Nazaret[1] tenía motivos más que suficientes para caminar por su vía dolorosa volcado sobre sí mismo, removiendo todas sus heridas, rumiando su fracaso, maldiciendo de la ingratitud humana. No fue así, sin embargo. Muy por el contrario, caminaba olvidado de sí mismo, atento y sensible a cuanto sucedía a su alrededor. Y así pudo distinguir entre la indiferente multitud a un grupo de mujeres que lloraban desconsoladamente, lamentando la suerte de su Maestro. Debían ser algunas de las "muchas mujeres" (Mt 27,55) que algunas horas más tarde encontraremos en el Calvario de pie, a una prudente distancia aquellas mujeres que lo habían acompañado desde Galilea y le habían servido con sus bienes (Lc 23,49; Mc 15,40; Jn 19,25).
En la situación en que Jesús se encontraba —debilitado al extremo, con la vista perdida en la niebla, obligado a estar atento a sí mismo para no desmoronarse— se mostró tan atento y cortés, tan indiferente a sí mismo y sensible con los demás, que se detuvo y, mirando a aquellas mujeres con infinita ternura, les entregó unas palabras de consolación eterna: —Hijas de Sión, vuestras lágrimas serán perlas engarzadas en las láminas de la historia. No lloréis por mí; mi peregrinación acaba ahí mismo, al término de esta calle. Pero nunca cesará el desfile de los hijos sin madre que cruzarán solitariamente las calles de le orfandad en el silencio de las noches. Reservad para ellos la mirada vigilante y las manos pacientes, el calor y las lágrimas. La luz del día danza en las colinas, pero la ternura de mi Padre duerme en el corazón de las madres. Y reservad también un poco de ternura para vosotras mismas.
[1] El Pobre de Nazaret - Capítulo VIII: CONSUMACIÓN. En las aguas profundas.
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