Entre tanto, Pedro estaba sentado fuera, en el atrio; se le acercó una sirvienta y le dijo: Tú también estabas con Jesús el Galileo. Pero él lo negó delante de todos, diciendo: No sé, de qué hablas. Al salir al portal le vio otra vez y dijo a los que había allí: Este estaba con Jesús el Nazareno. De nuevo lo negó con juramento: No conozco a ese hombre. Poco después se acercaron los que estaban allí y dijeron a Pedro: Desde luego tú también eres de ellos, pues tu habla lo manifiesta. Entonces comenzó a imprecar y a jurar: No conozco a ese hombre. Y al momento cantó el gallo. Y Pedro se acordó de las palabras que Jesús habla dicho: Antes de que cante el gallo, me negarás tres veces". Y, saliendo afuera, lloró amargamente.
Mt 26,69-75
Reflexión
He aquí la tragedia[1] suprema del hombre: la fuga; todo se le escapa al hombre, todo se le escurre de las manos. Su mayor desdicha consiste en no poder retener lo que en un momento posee.
El instinto más poderoso del corazón humano es el de la posesión y toda posesión es una apropiación; y toda apropiación es un querer sujetar, un querer retener de forma permanente y segura aquel bien que ya es suyo. Lo que el hombre ya posee, quiere retenerlo a toda costa. ¿Alcanzó la gloria? Quiere retenerla. ¿Posee la belleza? Quiera retenerla. ¿Posee la vida? Quiere retenerla.
Pero resulta que todo, en la vida, está sometido a esas tres temibles leyes: la ley del desgaste, la ley del olvido y la ley de la muerte. A esos tres inexorables océanos se le escapan al hombre todas sus posesiones: la gloria, la belleza, la salud, la vida... Todo se le deshace, todo se le desgasta, todo se le desmorona, todo se le desvanece, en suma, todo se le va, y nada puede retener. He ahí su desdicha mayor.
Por eso, la lucha del hombre sobre la tierra se cifra en retener. Pero es una lucha estéril y ridícula; equivale al intento de atrapar con las dos manos el humo, la sombra, el viento... Es imposible atraparlo porque todo es evanescente, escurridizo, impalpable. Como nada tiene consistencia, todo se le escurre de entre los dedos, todo se le va en una incesante fuga, como las aves que vuelan a otras tierras, como los vientos que pasan por nuestra comarca, como las naves que surcan los mares, como las nubes que se las lleva el viento, como el humo que se diluye, como la sombra fugitiva, todo es un fluir, un pasar.
Y el hombre queda con las manos vacías. «El hombre pasa como pura sombra; mis días son nada ante Ti.» Símbolo de esta caducidad es la ley de la muerte sobre la que el Antiguo Testamento tiene una visión francamente pesimista: «El monte acabará por derrumbarse; la roca cambiará de su sitio; las aguas desgastarán las piedras; pero si un humano muere, ¿volverá a vivir? (Job 14,18-0). En suma, el hombre «es una hoja que se la lleva el viento, una paja seca» (Job 13,25).
Correspondencia del Patrimonio TOV
[1] Salmos para la vida. Capítulo IX: Un corazón sensato: Salmo 90 y 39. Pura sombra
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