Se dice: La Biblia, sin los salmos, sería tan sólo un libro sobre Dios. A primera vista, esta afirmación parece verdadera. Pero no lo es exactamente.
Si la oración es diálogo, un diálogo no necesariamente de palabras, sino de interioridades, la Biblia entera, desde sus primeras páginas, es un diálogo con Dios, no exento de quejas y discusiones.
En el amanecer de la Humanidad el hombre se asoma a la Historia como un ser entrañablemente abierto a Dios. Efectivamente, al caer de la tarde, a la hora de la brisa, Dios se paseaba (Gen 2,8) por el jardín, conversando con Adán, como lo hace un hombre con otro hombre.
El Génesis nos deja un apunte gráfico, de gran densidad humana: «Noé andaba con Dios» (Gen 6,9). Palpita en ese capítulo 6 una relación entre Dios y Noé grávida de cualquier cosa parecida a ternura, en que Dios le comunica confidencialmente sus planes, iniciando el diálogo con un «he decidido», que tiene sabor a secreto de estado, declarando que tiene para con él (Noé) un plan de predilección, porque si es verdad que va a «acabar con toda carne», sin embargo, «contigo estableceré una alianza» (Gen 6,18), porque «tú eres el único justo que he visto en esta generación» (Gen 7,1).
Una inmensa corriente de cariño se establece entre Dios y Abraham. No es precisamente la relación de un amigo con otro amigo. Es mucho más, y algo distinto, algo parecido a la relación que existe entre un padre que tiene nobles y trascendentales proyectos para su hijo predilecto, a quien asiste, bendice, promete, estimula, prueba y conduce de la mano hasta la meta prefijada.
De parte de Abraham, la confianza llega a tal punto que discute con Dios, casi de igual a igual, le exige pruebas y señales, y hasta le regatea, junto al encinar de Mambré, en uno de los diálogos más conmovedores de la Biblia (Gen 18,22-23).
Es difícil imaginar una relación tan singular y única como la que se dio entre Moisés y Dios: parecen dos camaradas, o mejor, dos veteranos combatientes de guerra. Porqué guerra fue lo que habían vivido, y una guerra de liberación, o mejor, una auténtica epopeya, en la que ambos, Moisés y Dios, lucharon codo a codo en un combate singular: convocaron y organizaron a un pueblo oprimido, lo sacaron a la patria de los libres, que es el desierto, y, caminando sobre las desnudas y ardientes arenas, lo pusieron en marcha hacia un sueño lejano y casi imposible de una patria soberana.
En esta larga epopeya se estableció entre Moisés y Dios un trato personal de tal relieve que sus características han marcado la vida de la Biblia y de la Iglesia, perdurando hasta nuestros días.
Palpita, en esa relación, un clima de inmediatez, no exento, a veces de suspenso y vértigo espiritual. Siempre que Dios quiere hablar con Moisés, lo llama a la cima de la montaña (Ex 19,3; 19,20; 24,1), de tal manera que hay momentos en que las expresiones «subir a la montaña» y «subir a Dios» son expresiones sinónimas (Ex 24,12).
Moisés es, pues, no sólo un hombre religioso —además de un gran liberador—, sino un místico y un contemplador, de tal manera que podemos afirmar que, en los días de Moisés, la experiencia contemplativa alcanzó una de sus cumbres más altas. La Biblia sintetiza esa actitud contemplativa de Moisés en esta expresión: «Dios hablaba a Moisés cara a cara, como habla un hombre con su amigo» (Ex 33,11).
P. Ignacio Larrañaga - Salmos para la Vida
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