Llamamos momentos fuertes a aquellos fragmentos de tiempo, relativamente prolongados, reservados exclusivamente para el encuentro con Dios. Por ejemplo, en la organización de la propia vida, uno puede reservar espontáneamente unos treinta o cuarenta minutos diarios para el Señor.
Cuando una vez al mes, por ejemplo, se marca un día entero para dedicárselo a su Dios, a ese tiempo fuerte lo llamamos «desierto».
La vivencia o celebración del «desierto» tiene características particulares. Es sumamente conveniente, casi necesario, que, para vivir un día «desierto», salga el cristiano del contorno normal donde vive y actúa, y vaya a un lugar solitario, sea campo, montaña o casa de retiro.
Para estímulo mutuo, es conveniente que esta salida al «desierto» se efectúe en grupos de tres o cuatro, por ejemplo; pero una vez llegados al lugar donde van a pasar el día, es imprescindible que el grupo se disperse y se mantenga todo el tiempo en completa soledad. También es conveniente que el «desierto» tenga carácter penitencial en cuanto a alimento.
En resumen: «desierto» sería un tiempo fuerte dedicado a Dios en silencio, soledad y penitencia.
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Para que el «desierto» no se transforme en un día temible (en este caso no se repetiría por segunda vez) es necesario que el cristiano lleve una pauta orientadora para ocupar productivamente todas las horas de ese día. Sepa de antemano de qué instrumentos puede echar mano: determinados salmos, textos bíblicos, ejercicios de concentración, un cuaderno para anotar impresiones, oraciones vocales, lecturas meditadas, etc.
Damos algunas sugerencias. Una vez llegados al lugar donde va a transcurrir el día, es conveniente comenzar por el rezo de unos cuantos salmos para afinar la sensibilidad de la fe y crear el ambiente interior adecuado. En caso de encontrarse en estado disperso, debe el cristiano ejercitarse en las diferentes prácticas para calmarse, concentrarse, controlarse. Lo más importante del «desierto» es el diálogo personal con el Señor, diálogo que no es cruce de palabras sino de interioridades. El máximo del tiempo posible debe dedicarlo a establecer esa corriente dialogal yo-tú, a estar «cara a cara» con el Señor. A lo largo del día puede haber lecturas meditadas, reflexión sobre la vida propia, sobre problemas pendientes de fraternidad u otros. En este día deben aceptarse tantas cosas como uno rechaza, sanarse, con ejercicios de perdón y abandono, de las heridas de la vida, de tal manera que el hombre de Dios baje de la montaña completamente sanado y fuerte.
Dése cuenta el cristiano de que, a lo largo de un día o de una tarde, el alma puede pasar por los estados de espíritu más variados y hasta contradictorios. No se asuste. Ni se ponga eufórico con las consolaciones ni deprimido en las arideces. La impaciencia es la hija más sutil del yo. Dónde está la paz, allí está Dios. Recuérdalo: si tienes paz, aún en plena aridez Dios está contigo.
Nunca te dejes llevar de la ilusión. Ella tiene una cara semejante a la esperanza pero es contraria a ella. Sí; has de saber discernir el esfuerzo de la violencia y la ilusión de la esperanza. Nunca sueñes en conseguir emociones fuertes. Porque si no las consigues, vas a impacientarte; la impaciencia generará violencia, y tratarás de conseguir por la fuerza aquella impresión. La violencia generará fatiga, y la fatiga degenerará en frustración. Sería lástima que el cristiano, en lugar de regresar del «desierto» a la vida fortalecido y animado, regresará frustrado. Una vez más, los ángeles guardianes del «desierto» son la paciencia, la constancia y la esperanza. No te olvides de que Jesús hacía tantos «desiertos»; organiza tu vida y reserva para Dios ciertos días del año, y con eso estarás demostrando que Dios es importante en tu vida.
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Lo dicho hasta aquí son medios válidos para los primeros pasos. Más adelante, estos mismos medios resultarán muletas inútiles. Cuando ya se da el hábito de la oración y se vive en su espíritu, el ponerse en trance de orar y «quedarse» con Dios es una misma cosa, salvo en tiempos de sequedades.
Y, en la medida en que el alma va adelantando, es Dios quien va tomando la iniciativa. Desde las profundidades surge la acción de Dios y toma posesión del castillo. El Uno unifica, y el centro concentra todo.
Aquí y ahora, no hacen falta ni gimnasias mentales ni estrategias psicológicas. El castillo es tomado incondicional- mente y sus huestes se rinden al nuevo Dueño. Pero todo esto se consuma después de un largo proceso de purificación.
Muéstrame tu Rostro
Cap. III: Itinerario hacia el encuentro
2. Silencio interior
Desierto
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