—Maestro —replicó Tomás—, la palabra que esparciste en Galilea se la llevó el viento y se la comieron los gorriones: nada quedó. Otro tanto, y aun peor, puede ocurrir en Jerusalén.
—Es difícil que una higuera estéril, al borde del precipicio, reverdezca y dé frutos —respondió Jesús—. Es posible que mis apelaciones, golpeadas y trituradas por la contumacia, sean esparcidas por el vendaval entre piedras y zarzas. Mucho más: ¿no habéis visto cómo en las grandes marejadas del plenilunio las olas avanzan amenazadoramente hasta reventar contra los acantilados, transformándose en una montaña de espuma? Es posible que mi apelación a todo el pueblo de Israel reviente también, en una crisis total, contra las rocas del fanatismo y la ceguera, y sólo quede también aquí una montaña de espuma.
— ¿Y si, duros y sordos como los huesos —insistió Pedro—, todos te rechazan, y estalla la crisis, y las olas te arrastran a las playas de la muerte?
—No será como cuando los lobos hambrientos caen sobre un indefenso rebaño de corderos —respondió Jesús—; no será como las nubes negras que se desatan en granizo y piedra sobre el trigal dorado. No será la fatalidad inexorable de la historia que avanza como un torrente, arrastrando inevitablemente cuanto encuentra a su paso. Mi Padre, que no permite que caigan las hojas del otoño o que muera un gorrión sin su beneplácito, no permitirá que los rayos de la fatalidad caigan sobre su Hijo. Cualquier cosa que suceda será permisión amorosa de mi Padre.
—Maestro —dijo Judas—, a cada paso que des sobre el empedrado de las calles de Jerusalén tropezarás con la hostilidad y la muerte.
—Así se consumará la misión del Siervo —respondió Jesús—. Tengo que subir a Jerusalén para morir allí, si ésa es la voluntad de mi Padre. Mi vida ya está perdida, y poco importa lo que puedan hacer de mí los que ya han levantado el muro y el cadalso.
—Maestro —preguntó Juan—, si el Mesías va a terminar en un patíbulo, ¿dónde quedan las esperanzas que habías suscitado con el anuncio del Reino?
—Sólo los que están hundidos pueden ser rescatados —respondió el Maestro—; sólo los humillados pueden ser ensalzados. La muerte del Siervo no será un espectáculo de infamia, sino de gloria, la revelación suprema del amor. De la misma fuente de donde brota el dolor brota también la alegría, y de la fuente de la ignominia brotará la gloria. Dios entregará a su Siervo en manos de los pecadores como señal de amor y prenda de perdón; y con su muerte alcanzará el pueblo la felicidad eterna. La muerte no es el final, sino la meta y coronación de la actividad terrena del Siervo. En suma, la palabra anunciada por el profeta, cuyos labios han sido rozados por las brasas y por la miel, tienen que pasar por las llamas del sufrimiento para entrar en la gloria.
—En todas las regiones de Israel —insistió Juan— se erigen en nuestros días numerosos mausoleos en memoria de los profetas para expiar su muerte. El martirio en Jerusalén es, pues, el fin del camino de todos los que ejercen el ministerio profético.
—La historia de la salvación —explicó Jesús— es una cadena ininterrumpida de martirios de profetas y siervos de Dios, desde Abel hasta Zacarías, hijo de Yoyada. El último eslabón de esa cadena fue el Bautista. ¿Qué destino espera a este definitivo enviado de Dios que les habla? Ser discutido, rechazado y ejecutado por los mismos destinatarios de su misión.
—Sería un final atroz e incomprensible —exclamó Pedro.
—Breves fueron mis días entre vosotros —respondió Jesús—. Si mi voz llega debilitada a vuestros oídos y mis palabras se desvanecen en la memoria, mi muerte perdurará como un pilar enhiesto en vuestro recuerdo y se levantará como un memorial en las alturas de edad en edad. En Jerusalén terminaré. Pero de nuevo volveré del gran silencio como vuelve la pleamar. Y de nuevo nos reuniremos y nos daremos la mano, y nos sentaremos a la mesa. A Jerusalén debo ir; allí culminará el día y se apagará la lámpara.
El Pobre de Nazaret
CAPÍTULO VII: JERUSALÉN
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