Así llegamos a comprender que el primer mandamiento es idéntico a la primera bienaventuranza: en la medida en que somos más pobres, desprendidos y desinteresados, Dios es «más» Dios en nosotros. Cuanto más «dios» somos nosotros para nosotros mismos, Dios es «menos» Dios en nosotros. El programa está, pues, muy claro: «conviene que "yo" disminuya para que El crezca» (Jn 3,30).
El profeta Isaías expresa estas ideas con una belleza insuperable:
«Será doblegado el mortal, será humillado el hombre y no podrá levantarse. Los ojos orgullosos serán humillados, será doblegada la arrogancia humana. Sólo el Señor será ensalzado aquel día: contra todo lo orgulloso y arrogante, contra todo lo altivo y engreído, contra todos los cedros del Líbano, contra todas las encinas de Basan, contra todos los montes elevados, contra todas las colinas encumbradas, contra todas las torres prominentes, contra todas las murallas inexpugnables, contra todas las naves de Tarsis contra todos los navios opulentos. Aquel día arrojará el hombre sus ídolos de oro y plata a los topos y murciélagos, y se meterán en las grutas de las rocas y en las hendiduras de las peñas. Será doblegado el orgullo del mortal, será humillada la arrogancia del hombre, sólo el Señor será ensalzado aquel día» (Is 2,11-17).
«Bienaventurados los que tienen alma de pobres porque el Reino de Dios se ha establecido en ellos» (Mt 5,3). En la medida en que el hombre se va haciendo pobre, despojándose de toda apropiación interior y exterior, y hecho esto en función de Dios, automática y simultáneamente comienza el santo Reino de Dios a desplegarse en su interior. Si Jesús dice que el primer mandamiento contiene y agota toda la Escritura (Mt 22,40), nosotros podemos agregar paralelamente que la primera bienaventuranza contiene y agota todo el Evangelio de nuestro Señor Jesucristo. La liberación avanza, pues, por el camino real de la pobreza.
El Reino es como un eje extraordinariamente simple que atraviesa toda la Biblia moviéndose sobre dos puntos de apoyo: el primer mandamiento y la primera bienaventuranza. Que Dios sea realmente Dios (primer mandamiento) se verifica en los pobres y humildes (primera bienaventuranza). De aquí se originó aquella tradición bíblica según la cual el pobre-humilde es la heredad de Dios, y Dios es la herencia de los pobres. Sólo ellos poseerán el Reino. La salvación es equivalente al amor. Pero la cantidad de amor es equivalente a la cantidad de energía liberada en nuestro interior, es decir, el amor es proporcional a la pobreza. Por eso dijo san Francisco: «La pobreza es la raíz de toda santidad». La oración debe ser un momento y un medio de liberar fuerzas atadas al centro de nosotros mismos para disponerlas $\ servicio de los hermanos.
Muéstrame tu Rostro
Capítulo quinto: Oración y Vida
i. Liberación.
Dar a Dios su lugar.
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