Otra cumbre prominente para mí ha sido la figura de fray Juan de Yepes o san Juan de la Cruz. Ciertamente, su existencia no fue una espléndida epopeya, sino más bien un poema hecho de silencio y oscuridad. Fue caminando el asceta castellano por las nadas al todo, envuelto en un manto de silencio, siempre descalzo y a pie. Pasó por alquerías y ermitas dejando a su paso rastros de austeridad y toques de poesía. Y de noche —noche oscura— fue abriendo galerías subterráneas y trazando sendas que conducirían a las profundidades del misterio sin fondo del alma humana, que nos la describió como "una profundísima y anchísima soledad..., inmenso desierto que por ninguna parte tiene fin". Fue incomprendido: no se quejó. Lo persiguieron: no protestó. Lo encarcelaron: guardó silencio, diciendo: "Quien supiere morir a todo, tendrá vida en todo". Estaba fray Juan de la Cruz gravemente enfermo en el cenobio de Ubeda. En vísperas de su muerte fue a visitarlo el Provincial de Andalucía, fray Antonio, que, por cierto, había sido compañero de fray Juan en la época heroica de la primera reforma carmelitana en Duruelo. Fray Antonio comenzó a relatar ante los hermanos que rodeaban el lecho del agonizante el género de vida que llevaron en aquellos primeros años de la reforma: una vida de altas exigencias y rigurosas penitencias. Y en esto, el moribundo fray Juan le cortó la palabra, diciéndole: "Hermano, ¿pero no quedamos en que de eso nunca se diría nada?". Hermoso. En aquellos épicos y lejanos días, los dos reformadores habían establecido una especie de sagrado juramento, un pacto de silencio por el cual se comprometían a no contar nunca nada de lo que allí se había vivido, ni siquiera para edificación de los hermanos.
Este episodio dejó en mi alma una herida que todavía no ha cicatrizado; aún hoy me conmueve. El profeta de las nadas ha sido desde los días de mi juventud una de las cumbres que más me han fascinado.
Padre Ignacio Larrañaga - La Rosa y el Fuego
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