Contra esta sensación de destierro y soledad necesitamos sentir a Alguien junto a nosotros. En la Biblia nuestro Dios se presenta siempre como una Persona, amante y amada, que está «con nosotros» sobre todo en los días desolados. La melodía que recorre la Biblia desde !a primera hasta la última página es ésta: «No tengas miedo, yo estoy contigo.» Esa melodía sube de tono en los profetas y la voz de Dios se transforma en un aliento inmenso: «No te dejaré, no te abandonaré. Estaré contigo. Sé valiente, no te asustes porque yo estoy contigo adondequiera que vayas. Te repito: sé valiente» (Jos 1,1-10). Expresiones como éstas: «No mires con desconfianza, pues yo soy tu Dios. Yo te amparo con mi diestra victoriosa. Te tomo de la mano y te digo: no tengas miedo. Si atraviesas un río, no te arrastrará la corriente. Si pasas por medio de las llamas, no te quemarás. No mires para atrás sino al porvenir, porque va a haber prodigios: brotarán ríos en los cerros pelados, manantiales en los desiertos y primaveras en las estepas. Todo esto y mucho más sucederá para que todos sepan y comprendan que es el' Santo de Israel el autor de tales maravillas» (Is 41; 43).
El aliento de Dios se transforma frecuentemente en ternura del Padre: «Estuve preocupado de ti, aun cuando estabas en el seno materno. Te he amado con un amor eterno. Israel era todavía una criatura pequeña, y yo lo alzaba en mis brazos, le daba de comer y lo aproximaba con cariño a mi mejilla» (Jer 31; Os 11). Jesús acentúa más todavía la preocupación y ternura del Padre Dios. Nos declara que Padre es el nuevo nombre de Dios. Y con gran emoción nos dice que nuestra primera obligación no consiste en amar al Padre sino en dejarnos amar por El. Y en una sinfonía de comparaciones, metáforas y parábolas nos dice cosas inmensamente consoladoras: que a veces el Padre toma la forma de un pastor y sube las montañas, y se asoma a los riscos, y recorre los valles para encontrar a un hijo perdido y querido. Que cuando un hijo regresa a la casa, el Padre organiza una gran fiesta. Que el Padre queda esperando el regreso del hijo ingrato y loco que se escapó de la casa materna. Que su misericordia es mucho mayor que nuestros pecados y su cariño mucho más grande que nuestra soledad. Que si el Padre se preocupa de vestir las flores y de alimentar los pájaros, cuánto más no se preocupará de nuestras necesidades. Pero no era suficiente con tener un Padre. En la vida —en toda vida— hay un padre y una madre. Mejor, una madre y un padre. La psiquiatría nos habla de la decisiva influencia materna sobre nosotros, antes y después de «salir a luz», y también de los peligros de esa influencia por las fijaciones y dependencias. Todos nosotros conservamos, particularmente de los años ya lejanos de la infancia, el recuerdo de aquella madre que fue para nosotros estímulo y consuelo. Por eso, Jesucristo nos reveló al Padre y nos regaló una Madre. Y, como hemos explicado más arriba, Jesucristo entregó su Madre a la Humanidad para que la Humanidad la cuidara con fe y veneración; y entregó la Humanidad a su Madre para que ésta la atendiera y la transformará en un Reino de Amor. Pero no existe la Humanidad en concreto; existen los hombres, mejor, existe cada hombre. Por eso Jesús, gran pedagogo, hizo el regalo de su Madre a la persona concreta de Juan, como representación de la Humanidad. Con este acto simbólico, Jesús quería significar que, así como la relación materno-filial de María y Juan se desenvolvía con atención mutua, de la misma manera deberían ser las relaciones de los redimidos con la Madre. El pueblo cristiano, en el transcurso de largas edades, desarrolló este sentimiento filial a partir de las situaciones límites: destierro, orfandad, soledad; y así nadó esa inmortal súplica que se llama la Salve. Durante muchos siglos ha sido la Salve la única estrella matutina, el único faro de esperanza y la única tabla de salvación para millones de hombres, en los naufragios, en las agonías, en las tentaciones y en la lucha de la vida. ¿Peligro de transformar a la Madre en el «seno materno» alienante de que habla la psiquiatría? Es evidente que para los psiquiatras, para la inmensa mayoría de los cuales sólo existe la «materia», la «salvación» existencial consiste en la aceptación de la soledad radical del hombre, en alejarse lo más posible de toda «madre» y mantenerse en pie por sí mismos. Es un bello programa. Pero nosotros estamos en el mundo de la fe: redimidos por Jesucristo, muerto y resucitado, rodeados por los brazos fuertes y amorosos del Padre Dios y cuidados por una Madre consoladora, que Jesús nos entregó en la hora postrera. Los psiquiatras están en la otra órbita y nunca comprenderán las «cosas» de la fe. Dirán que todo es alienación. Es lógico que lo digan.
A veces, una persona es asaltada por la desolación y no se sabe de qué se trata. Las confesiones de los hom-bres o de las mujeres que se nos acercan y se nos abren son simplemente estremecedoras. Dicen que no saben qué es. Se trata, dicen, de un algo interior confuso y complejo, absolutamente inexplicable, por lo cual sienten una tristeza pesada imposible de eliminar. Añaden que, en esos momentos, lo único que les da alivio es el acudir a la Madre gritando: « ¡Vida, dulzura y esperanza nuestra, vuelve a nosotros tus ojos de misericordia!» Dicen, siempre dicen, que es imposible explicarlo: cualquier día amanece y, sin motivo aparente, comienzan a sentir una impresión vaga y profunda de temor. Se sienten pesimistas, como rechazados por todo el mundo. Si tienen cien recuerdos de los cuales noventa y cinco son positivos, se les fijan en la imaginación precisamente los cinco recuerdos negativos, y se apodera de ellos, sin poder eliminarla, una rara sensación de tristeza, miedo y sobresalto. Y, sin saber por qué, sienten ganas de morir. Y añaden que, en esos momentos, sólo la evocación de la Madre con las palabras de la Salve les da alivio, recuperan el ánimo y vuelven a respirar. A lo largo de la vida hemos asistido a muchas personas en el lecho de la agonía. Aun hoy están vivos en mí muchos de esos recuerdos. Cuando un agonizante, a pesar de las vanas palabras de sus familiares, presiente que él se va, arrastrado por la corriente inexorable de la decadencia, cuántas veces hemos visto iluminarse aquel rostro abatido al rezar la Salve todos los familiares a coro: «A Ti clamamos los tristes hijos de Eva, por Ti suspiramos, Madre de Misericordia y Dulzura nuestra.» En países de tradición católica uno queda impresionado con frecuencia al comprobar la profundidad de la devoción mañana en las costas de marineros o pescadores. En muchos lugares, cuando las embarcaciones de pescadores salen a alta mar, lo hacen siempre cantando la Salve. He visto encarcelados, estigmatizados por la opinión pública y abandonados por todos sus familiares y amigos, los he visto cómo eran discretamente visitados por una mujer solitaria, su propia madre. Una madre no abandona nunca, a no ser cuando ella es arrebatada por la muerte. Necesitamos de otra Madre, de la que nunca sea alcanzada por la muerte. Cada uno vive su vida de forma singular y sólo él «sabe» de sus archivos: sufre dificultades, entra en la desolación, su estado de ánimo sube y baja, mueren las esperanzas, de repente lo envuelven situaciones imposibles, al día siguiente renace la esperanza, aunque es difícil todo parece tener arreglo... ¡La lucha de la vida! María es para cualquier momento consolación y paz. Ella transforma la aspereza en dulzura y el combate en ternura. Ella es benigna y suave. Sufre con los que sufren, queda con los que quedan y parte con los que parten. La Madre es paciencia y seguridad. Es nuestro gozo, nuestra alegría y nuestra quietud. La Madre es una inmensa dulcedumbre y una fortaleza invencible.
El silencio de María
P. Ignacio Larrañaga Orbegozo
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