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Canto fundamental - La Rosa y el Fuego



El silencio camina por el valle nevado, pero nadie escucha sus pasos. Los ríos siguen su camino sin mirar atrás ni a los costados. Las rosas perfuman el aire, pero no se preocupan si los transeúntes se detienen para aspirar su perfume. Las estrellas brillan, pero no les importa si los lagos reflejan o no su luz. Todos se dan, cumpliendo su ley, pero nunca se vuelven sobre sí mismos.

Años atrás, el Padre Dios me había manifestado su amor de una manera sorpresiva, superando todos los parámetros de la normalidad; esa "revelación" había de tener efectos de larga trascendencia en nuestro mensaje y obra. En cambio, lo que voy a abordar ahora no tuvo ningún carácter infuso; al contrario, fue una elaboración lenta y progresiva a lo largo de aquellos cinco o seis años. Pero me asiste la más íntima convicción de que estamos ante una de las manifestaciones más hermosas y fecundas que el Padre me haya dado en mis días. Tanto es así que el conjunto de intuiciones, convicciones, claridades y evidencias que se me dieron en estos años, y que voy a exponer en las páginas siguientes, está desparramado a lo largo y ancho de mis diez libros, y constituye el "cantus firmus", la melodía central que atraviesa y vivifica nuestro mensaje y obra. 

Todo comenzó por la conjunción de varias líneas convergentes. En primer lugar, un librito me conmovió hasta las raíces, y me echó por tierra toda la estantería. El librito se intitulaba: "Sabiduría de un pobre", de Eloi Leclerc. Varias veces lo leí, siempre me emocionaba y nunca me cansaba. El libro me abrió horizontes inéditos y vastos panoramas en la tierra de la pobreza y humildad de corazón. En segundo lugar, por el objetivo mismo del instituto al que pertenecía, yo tenía que estar permanentemente sumergido en la espiritualidad franciscana y asomado al alma de san Francisco. Aunque teóricamente lo sabía desde siempre, yo quedé desgarrado una y otra vez al comprobar la pasión, radicalidad y santo fanatismo con que Francisco reclamó para sí y sus hermanos, hasta el último aliento, la vía de la pobreza y humildad. En tercer lugar, por esos mismos años, y por concordancias paralelas, se me concedió encontrarme con otro hombre evangélico, versión moderna del pobre de Asís: Charles de Foucauld. Conseguí sus obras completas y todas las biografías existentes por esos años. Como mi epidermis estaba tan sensible a estos motivos, es difícil imaginar hasta qué punto mi alma se identificó y vibró con los ideales del hermanito Carlos: su afán de desaparecer, de ser un "peregrino en la noche", de imitar al gran desconocido de Nazaret, sus desiertos y talante contemplativo...

Por esta misma época pude darme cuenta de qué manera venía avanzando por las páginas de la Biblia la corriente caudalosa de la espiritualidad de los anawim (los Pobres de Dios). El manantial de donde emanó esta corriente fue el profeta Sofonías, con sus intuiciones sobre el "resto de Israel" que, finalmente, habría de desembocar en el mar de las bienaventuranzas. La palabra típica y mágica que sintetizaría la espiritualidad y la actitud vital de los Pobres de Dios era, y es, hágase. Con esta palabra, la Madre habría de dar cabal cumplimiento a su destino de maternidad divina. Con esta misma palabra el Hijo cumpliría su destino como redentor del mundo durante la crisis de Getsemaní. La misma declaración de identidad personal que se da la Madre ("he aquí la sierva del Señor" —pobre y humilde—) se daría también el Hijo: "Aprendan de mí que soy pobre y humilde de corazón". Impresionante el paralelismo entre la espiritualidad de la Madre y el Hijo.

Ignacio Larrañaga - La Rosa y el Fuego. 

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