Al anochecer, el Hermano se retiraba al interior de la ermita. Pasaba largas horas derramando su alma ante aquel sereno crucifijo, iluminado por el tenue resplandor de la lámpara de aceite.
Por este tiempo, el Hermano no tenía otros sentimientos que los de gratitud. Se sentía como un niño feliz conducido por la derecha cariñosa del Padre. Hubiese estado la noche entera repitiendo:
— ¡Gracias, Dios mío!
No tenía miedo de nada. No se preocupaba por el futuro que, sin embargo, era muy incierto. Todos los días encontraba tiempo para llegar a San Salvatore. Necesitaba volcar en los leprosos aquel mismo cariño agradecido que sentía por su Señor. Trataba de igual a igual con los mendigos que vagaban por las veredas del valle. Trabó honda amistad con ellos. Lo visitaban frecuentemente. Se sentaban, ellos y él, sobre sendas piedras y departían amigablemente. Los muros exteriores de la ermita pronto quedaron restaurados.
El Hermano de Asís.
Una piedra y un premio.
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