Una cosa es tener en la cabeza la idea de que el fuego quema, y otra cosa es meter la mano en el fuego, y así tener la experiencia de que el fuego quema. Una cosa es tener en la mente la idea de que el agua sacia la sed, y otra es beber un vaso de agua fresca en una tarde de verano y así tener la experiencia de que el agua sacia la sed. Sabemos teóricamente que tal sinfonía es magnífica, pero otra cosa es estremecerse hasta las lágrimas al escucharla. Sabemos que Dios es amor porque lo hemos aprendido en la catequesis, pero otra cosa es temblar de emoción ante una presencia infinitamente amante y amada.
Una cosa es la palabra de Dios y otra cosa es Dios mismo. Una cosa es la palabra amor y otra cosa es el amor. Dios no es una teoría, ni una teología. Es una persona concreta, y a una persona se le conoce por medio del trato personal; y este trato personal confiere aquel conocimiento (experimental) «que supera todo conocimiento». Si no nos echamos de cabeza en el mar de Dios, nunca sabremos quién es Dios.
Y aquí está la diferencia entre un profesor de religión y un profeta. Un profesor o catequista viene de las aulas de teología y cursos de pastoral, y viene con un pergamino que le acredita que puede enseñar religión en los establecimientos públicos. Un profeta o testigo, en cambio, viene de los encuentros solitarios y prolongados, cara a cara, con el Señor Dios. Y tiene conocimiento de Dios, no porque se lo haya aprendido en los libros o en las aulas, sino «de rodillas»; y así se forjan los grandes amigos y discípulos del Señor, y es esta clase de profetas la que la Iglesia necesita y desea.
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No olvidemos que los primeros testigos de la Resurrección primeramente «perseveraban unánimes en la oración y súplicas, con María, la madre de Jesús» (Hech. 1, 14) y luego estuvieron en condiciones de lanzarse «Como testigos míos por Jerusalén, por toda Judea y Samaria y hasta los confines de la tierra» (Hch. 1, 8), pues toda experiencia acaba en un testimonio de vida, y los verdaderos testigos gritan ante el mundo, incluso sin abrir la boca, que Jesucristo vive.
Nadie tiene derecho a hablar de Dios si no habla con Dios, porque, de otra manera, pronto nos transformamos en bronces que resuenan o en simples jugadores de palabras vacías. Así se comprende que, en la Iglesia, haya frecuentemente mucha productividad y estadísticas brillantes, pero también está a la vista que tal productividad no es proporcional a la verdadera fecundidad. La productividad depende del esfuerzo humano, y es una actividad cuantificable y reductible a cifras y estadísticas. La fecundidad, en cambio, depende de Dios mismo: Él es el único autor de la gracia, gracia que es distribuida a través de siervos humildes y sinceros amigos del Señor.
A los militantes cristianos, pues, dedicamos preferentemente estas páginas, sin olvidar los grupos contemplativos y comunidades consagradas. Nuestros proyectos y escritos han tenido como mira desde siempre la animación de la Iglesia de Dios. Nos disponemos, pues, a abrir pistas y señalar rutas, y todo con un carácter eminentemente práctico, a fin de facilitar al máximo la ascensión de los cristianos hacia Dios.
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Itinerario hacia Dios
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